LARUÉS

LARUÉS
paisaje navado

martes, 12 de febrero de 2013

UN AÑO EN LA VIDA DE LARUÉS

FEBRERO

Tu mes tiene algo de magia: conservas los fríos y las nieves, pero tienes algo que sólo es tuyo, los “Carnavales”.
   Tu fiesta no tiene fecha, pero te diré que eres dominguero y un poco extravagante. Resultas muy divertido. Haces tu aparición después de comer. Los chiquillos se asustan cuando te ven reflejado en máscaras grotescas, arremetiendo con la escoba en la mano a cuantos están en las calles, que corren a refugiarse en los portales o en el interior de las casas. Con tus esquilas y cencerros vas alborotando el pueblo.

   El atuendo da nueva vida, gran osadía, como si se poseyese otra personalidad. Cuando has perdido el anonimato, se te fue el encanto, majo... Y así llega la sesión de baile. Los cencerros callejeros acuden a interrumpir a las parejas, que muchísimas veces tienen que subir a los bancos, pues son tantas las bestialidades que cometen que, de no tener cuidado, alguien puede resultar lastimado. Muchas veces bailan formales. Con su disfraz y grotesca cara te miran frente a frente, desfigurando su voz sin que una pueda adivinar la identidad de su pareja. Resulta muy divertido. Así, entre bromas y risas, desaparece el primer día de carnaval.

   El segundo día los mozos van recogiendo por las casas para hacer una merienda exclusivamente para ellos. La mujer, como podéis ver a través de mis líneas, está bastante marginada. Las grandes juergas siempre las disfrutan los varones.

   Todavía el mondongo está secándose en las cocinas. Las palangas, con sus longanizas colgadas, son retiradas, pues en estos días de carnaval peligran, dada la frescura de las “mascaritas”. La dueña obsequia a los mozos con un buen trozo de longaniza casera, que a veces se perdía en el estómago de algún goloso, y un buen trozo de tocino que se trinchaba en un gran espedo de acero. Son los que entran en “quintas” los encargados de la recolecta, aunque les acompañan los recién licenciados y algunos amigos de la juerga. Bien calientes, con buenos tragos de tinto, cuando acababan el recorrido depositaban los restos en el bar, donde les hacían la merienda, acudiendo todos los mozos del pueblo. Se come la longaniza y una tortilla con tocino, con su buen porrón para mejor hacer la digestión sus estómagos. Así se entonan para la juerga, no sin antes tomar melocotón con vino rancio.

   Otra vez con los disfraces carnavaleros. Es el principal objetivo. Los niños, que todo lo quieren ver, se esconden entre la gente mayor o se asoman por las ventanas. Las mascaritas pasan con sus cañones y cimbaladas y una escoba vieja y sucia que remojaban en algún charco, amenazando y encorriendo a quienes encuentran. Yo os diré por mi parte que más de una vez me escondí debajo de alguna cama. A veces no valía con que las puertas estuviesen cerradas, pues escalaban las ventanas, si desde allí alguien les decía algo. Los chiquillos eran muy aficionados a gritar: “mascarita sin camisa, si te acercas me das risa...”, y ellos entonces se alborotaban más y más.

   Gustaba mucho descubrir la verdadera identidad de la máscara, resultando a veces alguna persona mayor de la que no se sospechaba, siendo esto más divertido. Por la tarde, en el salón de baile, se hacía el “entierro de la sardina”, saltando y bailando con los cañones y esquilas todos en corro. Introducían en el lugar todo lo que encontraban: argaderas para el estiércol, aperos de labranza y muchas cosas que sería largo de enumerar. Duraba el baile hasta las diez. Sobre las once, dos mozos iban gritando por las casas: “Que vengan las mozas a bailar”. Ello se hacía así mismo durante el año. El que tenía novia y sus padres lo aceptaban era el que la llevaba al baile, que se prolongaba hasta las dos de la madrugada. Era entonces cuando gracias al silencio y a la ausencia de niños se podía disfrutar de la música que ofrecían el acordeón, la bandurria y la guitarra. A las chicas que no tenían hermanos mayores no las dejaban en general salir por las noches.



   El tercer día de carnaval por la mañana se solía hacer algún trabajo o se dormía, y a media tarde se salía a las calles chicos y chicas disfrazados, pero no grotescamente, sino con bonitas ropas guardadas cuidadosamente en los baúles para ciertas ocasiones: echarpes, faldas antiguas, corpiños, enaguas con ricos bordados, ...; en fin, iban aparejados con todo lo necesario, acompañándose con los silbetes, gracias a los cuales anunciaban su presencia. No llevaban la cara tapada. Tras ellos seguían las esquilas y cimbaladas. Este día no era “el terror”, sino la atracción de los chiquillos y grandes, pues tenía este desfile un encanto especial. Así vestidos acudían al baile, pues, en general, estaban favorecidos, resaltando sus encantos personales.

   Así, más o menos, se despedían los Carnavales. La Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina, y el baile quedaría prohibido hasta Pascua de Resurrección.

   Miércoles de Ceniza era el comienzo de la Cuaresma. Como es costumbre entre los católicos, nos hacían una cruz en la frente con ceniza, que no creo necesario decir su significado. Tiempo de ayuno, vigilias, y, por lo tanto, de reflexión espiritual.

   El baile, como dije anteriormente, quedaba precintado hasta la Pascua. Ello no era impedimento para que la juventud se divirtiese. Era una tradición que durante la Cuaresma se celebrasen novenas a los santos: la primera se dedicaba a las almas del Purgatorio, después a San Ramón Nonato y, por último, a San José, procurando coincidir con el día de su onomástica. Era bonito escuchar los cánticos. Las chicas elevaban sus voces, que resonaban en el ámbito como algo celestial. Los hombres y jóvenes respondían desde el coro, con sus roncas voces varoniles, quizá desentonadas, pero dando una sensación de fe y de buena voluntad que se ha ido perdiendo con el tiempo.

   Todavía perdura que los altares sean limpiados por algunas familias. El de San José tiene una gran araña con velas; pende del techo con una cuerda enrollada, mediante la que era bajada los días de la novena para ser cuidadosamente encendida. Para mí la novena de San José tenía un significado especial. A ella seguía el septenario de la Virgen dolorosa, que tenía una letra muy emotiva sobre el sufrimiento y soledad de la Virgen durante el calvario de su hijo Jesús, nuestro Dios y Señor.

   A la salida de la iglesia los jóvenes esperaban a las chicas, pudiendo disfrutar de un alegre parloteo. Cuando los hombres habían regresado del campo y del ganado se iban a cenar. Llegaban con frío y tomaban la última comida del día. En la brillante planchuela, y a su calor, quedaba la rica sopa de ajo y un trozo de tortilla pequeño, junto a la torta de chichones que, al calentarse, y gracias a la grasa, se ponía suave. A mí me sabía a gloria. Las mujeres fregábamos los platos. Como todavía la noche era larga, se trabajaba un rato entre el chisporroteo de los leños. Los varones se quedaban un rato para hacer compañía a las mujeres y cuidar el fuego, pero se acostaban pronto pues debían madrugar.


   Febrero, eres corto, pero eres frío; tienes malas bromas, pues a veces andas con nieve por los tejados. También traes gripes y constipados, con los que te despedimos hasta el año que viene, disponiéndonos a recibir a tu vecino Marzo. 

1 comentario:

Francisco dijo...

Gracias a Abelina y sus descedientas por mostrarnos estos escriyos tan bonitos que nos recuerdan "aquellos tiempos"