




El calor aprieta, y ya tenemos próxima la siega del trigo. ¡Cómo lucen
los trigales, dorada su mies y preparada para el sacrificio!
Han subido los ganados a los puertos anteriormente arrendados. El clima
allí es más fresco y la hierba está verde. Los animales se fortalecen para
combatir los rigores del invierno. Suelen subir todos los rebaños del pueblo
juntos, siendo cuidados por tres o cuatro pastores. Éstos se malalimentan a
base de migas, tocino y cebolla. Son muy malos parajes, transportándose los
alimentos mediante borriquillos. Si alguna oveja o cabra se despeña, es
recogida y su carne se sala y seca al aire y al sol, resultando el “salón”. Los
ganados han sido marcados con pez. Ya de recién nacidos les han señalado las
orejas, marca que siempre perdurará. Mucha gente sale a verlos marchar. Ellos
corren vertiginosamente al compás de sus esquilas.
Ya hemos empezado la siega, con hoces o guadaña. En algunas casas tenían
también atadora o agavilladora. Es buena tierra, pero las piedras a veces
dificultan la tarea. Los caminos eran malos, y las máquinas se averiaban al ser
transportadas. ¡Cuántas veces hemos visto aparecer el sol en el firmamento!
Conforme va ascendiendo calienta con más fuerza. Es pesado estar todo el día
bajo sus rayos.
Se comía a menudo. A las diez echábamos la “macarrona”: pan con vino y
azúcar. Al mediodía por los caminos aparecían las mujeres, con sus blancos
pañuelos y la cesta de la comida en la cabeza. Se esperaba con ansia este
momento. Se buscaba una sombra y comíamos todos en familia. Los hombres duermen
la siesta; las mujeres deben fregar los platos y preparar la ensalada para la
merienda. Pronto hay que reanudar la tarea, no vaya a ser que una mala nube se
lleve el esfuerzo de todo un año, y así, con ese incentivo, desarrollamos con brío el trabajo. Hace mucho
calor. La mies, durante el descanso, se ha resecado por el sol, y los pinchos
saben “acariciar” nuestra piel. Nos hacemos una gaseosa de papel con agua
fresca, y otra vez a la tarea.
Entrada la noche, se regresa a lomos de las caballerías, bajo el
destello de las estrellas y el canto de los grillos.
La siega duraba de quince a veinte días. Santiago era la única fiesta
del mes. Hasta la hora de la misa se segaba algún campo cercano al pueblo. Las
mujeres aprovechaban para hacer algún poco de limpieza, pues en esta época se
hacía sólo lo más indispensable. Por la tarde disfrutábamos todos juntos.
Ya queda poco de ti, Julio, y nos adentramos en tu hermano Agosto,
caluroso y acogedor.
Avelina Ferrández
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