Tu mes tiene algo de magia: conservas los fríos y las
nieves, pero tienes algo que sólo es tuyo, los “Carnavales”.
Tu fiesta no tiene
fecha, pero te diré que eres dominguero y un poco extravagante. Resultas muy
divertido. Haces tu aparición después de comer. Los chiquillos se asustan
cuando te ven reflejado en máscaras grotescas, arremetiendo con la escoba en la
mano a cuantos están en las calles, que corren a refugiarse en los portales o
en el interior de las casas. Con tus esquilas y cencerros vas alborotando el
pueblo.
El atuendo da nueva
vida, gran osadía, como si se poseyese otra personalidad. Cuando has perdido el
anonimato, se te fue el encanto, majo... Y así llega la sesión de baile. Los
cencerros callejeros acuden a interrumpir a las parejas, que muchísimas veces
tienen que subir a los bancos, pues son tantas las bestialidades que cometen
que, de no tener cuidado, alguien puede resultar lastimado. Muchas veces bailan
formales. Con su disfraz y grotesca cara te miran frente a frente, desfigurando
su voz sin que una pueda adivinar la identidad de su pareja. Resulta muy
divertido. Así, entre bromas y risas, desaparece el primer día de carnaval.
El segundo día los
mozos van recogiendo por las casas para hacer una merienda exclusivamente para
ellos. La mujer, como podéis ver a través de mis líneas, está bastante
marginada. Las grandes juergas siempre las disfrutan los varones.
Todavía el mondongo
está secándose en las cocinas. Las palangas, con sus longanizas colgadas, son
retiradas, pues en estos días de carnaval peligran, dada la frescura de las
“mascaritas”. La dueña obsequia a los mozos con un buen trozo de longaniza
casera, que a veces se perdía en el estómago de algún goloso, y un buen trozo
de tocino que se trinchaba en un gran espedo de acero. Son los que entran en
“quintas” los encargados de la recolecta, aunque les acompañan los recién
licenciados y algunos amigos de la juerga. Bien calientes, con buenos tragos de
tinto, cuando acababan el recorrido depositaban los restos en el bar, donde les
hacían la merienda, acudiendo todos los mozos del pueblo. Se come la longaniza
y una tortilla con tocino, con su buen porrón para mejor hacer la digestión sus
estómagos. Así se entonan para la juerga, no sin antes tomar melocotón con vino
rancio.
Otra vez con los
disfraces carnavaleros. Es el principal objetivo. Los niños, que todo lo
quieren ver, se esconden entre la gente mayor o se asoman por las ventanas. Las
mascaritas pasan con sus cañones y cimbaladas y una escoba vieja y sucia que
remojaban en algún charco, amenazando y encorriendo a quienes encuentran. Yo os
diré por mi parte que más de una vez me escondí debajo de alguna cama. A veces
no valía con que las puertas estuviesen cerradas, pues escalaban las ventanas,
si desde allí alguien les decía algo. Los chiquillos eran muy aficionados a
gritar: “mascarita sin camisa, si te acercas me das risa...”, y ellos entonces
se alborotaban más y más.
Gustaba mucho
descubrir la verdadera identidad de la máscara, resultando a veces alguna
persona mayor de la que no se sospechaba, siendo esto más divertido. Por la
tarde, en el salón de baile, se hacía el “entierro de la sardina”, saltando y
bailando con los cañones y esquilas todos en corro. Introducían en el lugar
todo lo que encontraban: argaderas para el estiércol, aperos de labranza y
muchas cosas que sería largo de enumerar. Duraba el baile hasta las diez. Sobre
las once, dos mozos iban gritando por las casas: “Que vengan las mozas a
bailar”. Ello se hacía así mismo durante el año. El que tenía novia y sus
padres lo aceptaban era el que la llevaba al baile, que se prolongaba hasta las
dos de la madrugada. Era entonces cuando gracias al silencio y a la ausencia de
niños se podía disfrutar de la música que ofrecían el acordeón, la bandurria y
la guitarra. A las chicas que no tenían hermanos mayores no las dejaban en
general salir por las noches.
El tercer día de
carnaval por la mañana se solía hacer algún trabajo o se dormía, y a media
tarde se salía a las calles chicos y chicas disfrazados, pero no grotescamente,
sino con bonitas ropas guardadas cuidadosamente en los baúles para ciertas
ocasiones: echarpes, faldas antiguas, corpiños, enaguas con ricos bordados,
...; en fin, iban aparejados con todo lo necesario, acompañándose con los
silbetes, gracias a los cuales anunciaban su presencia. No llevaban la cara
tapada. Tras ellos seguían las esquilas y cimbaladas. Este día no era “el
terror”, sino la atracción de los chiquillos y grandes, pues tenía este desfile
un encanto especial. Así vestidos acudían al baile, pues, en general, estaban
favorecidos, resaltando sus encantos personales.
Así, más o menos,
se despedían los Carnavales. La Semana Santa estaba a la vuelta de la esquina,
y el baile quedaría prohibido hasta Pascua de Resurrección.
Miércoles de Ceniza
era el comienzo de la Cuaresma. Como es costumbre entre los católicos, nos
hacían una cruz en la frente con ceniza, que no creo necesario decir su
significado. Tiempo de ayuno, vigilias, y, por lo tanto, de reflexión espiritual.
El baile, como dije
anteriormente, quedaba precintado hasta la Pascua. Ello no era impedimento para
que la juventud se divirtiese. Era una tradición que durante la Cuaresma se
celebrasen novenas a los santos: la primera se dedicaba a las almas del
Purgatorio, después a San Ramón Nonato y, por último, a San José, procurando
coincidir con el día de su onomástica. Era bonito escuchar los cánticos. Las
chicas elevaban sus voces, que resonaban en el ámbito como algo celestial. Los
hombres y jóvenes respondían desde el coro, con sus roncas voces varoniles,
quizá desentonadas, pero dando una sensación de fe y de buena voluntad que se
ha ido perdiendo con el tiempo.
Todavía perdura que
los altares sean limpiados por algunas familias. El de San José tiene una gran
araña con velas; pende del techo con una cuerda enrollada, mediante la que era
bajada los días de la novena para ser cuidadosamente encendida. Para mí la
novena de San José tenía un significado especial. A ella seguía el septenario
de la Virgen dolorosa, que tenía una letra muy emotiva sobre el sufrimiento y
soledad de la Virgen durante el calvario de su hijo Jesús, nuestro Dios y
Señor.
A la salida de la
iglesia los jóvenes esperaban a las chicas, pudiendo disfrutar de un alegre parloteo.
Cuando los hombres habían regresado del campo y del ganado se iban a cenar.
Llegaban con frío y tomaban la última comida del día. En la brillante
planchuela, y a su calor, quedaba la rica sopa de ajo y un trozo de tortilla
pequeño, junto a la torta de chichones que, al calentarse, y gracias a la
grasa, se ponía suave. A mí me sabía a gloria. Las mujeres fregábamos los
platos. Como todavía la noche era larga, se trabajaba un rato entre el
chisporroteo de los leños. Los varones se quedaban un rato para hacer compañía
a las mujeres y cuidar el fuego, pero se acostaban pronto pues debían madrugar.
Febrero, eres
corto, pero eres frío; tienes malas bromas, pues a veces andas con nieve por
los tejados. También traes gripes y constipados, con los que te despedimos
hasta el año que viene, disponiéndonos a recibir a tu vecino Marzo.
1 comentario:
Gracias a Abelina y sus descedientas por mostrarnos estos escriyos tan bonitos que nos recuerdan "aquellos tiempos"
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